lunes, 12 de enero de 2015

Ser o no ser Charlie


Ya conoce un sistema para saber si está frente a un periodista o a un data-entry. Solo tiene que insultarlo: si se alegra –si le gusta– es un periodista de raza. Es que los periodistas somos provocadores genéticos y seriales. Por eso, si usted quiere molestar a un periodista no lo tiene que insultar: basta con ignorarlo. La indiferencia es lo que realmente detestamos y las felicitaciones apenas nos conmueven.

Quizá con esta idea se pueda explicar algo de la masacre de nueve periodistas, un empleado de mantenimiento y dos guardias en el periódico satírico Charlie Hebdo de París. Después de que en 2011 les incendiaran la sede y de varias advertencias de los fundamentalistas de la religión, uno esperaría que los responsables de la publicación hubieran cambiado por lo menos de blanco de sus sátiras, pero no. Los periodistas siguieron provocando la ira de los que consideran justo matar por las ideas.

“Allá ellos” podríamos decir si sabemos que las amenazas no los iban a callar. “Conocían el riesgo y jugaron fuerte” dirán otros. Pero las cosas no son así: en occidente cristiano y después de matarnos por las ideas y la religión durante algunos siglos, hace otros tantos que aprendimos que las ideas se rebaten con ideas en lugar de matar al que las tiene. Si una persona opina diferente que nosotros, debemos convivir con ellos como hermanos. Lo bueno es que ya experimentamos que no hay nada como convivir en paz personas que pensamos distinto: esa es la sal de la vida y también la esencia de la democracia. Pero fanáticos hay en todas las geografías, en todos los tiempos y en todas las religiones y ya se sabe que es casi imposible defenderse de los kamikazes. Corresponde al estado protegernos de ellos.

Hay otra marca más, habitual en el periodismo de nuestro tiempo. Hace 50 años decíamos que no había que involucrarse con la realidad: solo había que acercarse lo suficiente a los hechos e informar con asepsia quirúrgica. Pero hace tiempo que el periodismo se ha transformado en una herramienta para mejorar el mundo y eso no se puede hacer si no nos involucramos con la realidad. Quizá por eso nos ponemos siempre, siempre, siempre, del lado de los débiles. Encarnamos a los perseguidos, las víctimas, los desnutridos, los olvidados, los abandonados… porque no hay otro modo de defenderlos de los abusos del poder. Por eso después de la masacre de los periodistas en Charlie Hebdo se impuso en periódicos de todo el mundo la expresión Je suis Charlie. No solo en medios, hasta en un cartel luminoso en el Arco del Triunfo del Carrusel de París y muchos franceses portaron y portarán ese cartel en las manifestaciones de estos días. Tanto se identificaron con el semanario satírico francés que algunos de ellos publicaron en sus tapas las tapas que indignaron a los terroristas y Página/12 de Buenos Aires del jueves no se llamó Página/12 sino Charlie Hebdo.

Defiendo a muerte la libertad del semanario francés y de cualquier persona de expresar sus ideas por los medios que sea, incluso la libertad de echar gasolina al fuego, pero jamás publicaría las ofensas a los creyentes y a las religiones que publica Charlie Hebdo. Y aclaro que no me parece mal la sátira como género de opinión y hasta de información, pero creo que servirse de la sátira para atacar a las religiones con el único objeto de ganar dinero o defender un estilo de vida ateo me parece una canallada. La sátira es genial para informar sobre los autoritarios y por eso es el género que se está imponiendo con gran éxito. Al poder corrupto y al autoritarismo le viene como anillo al dedo la sátira, pero ofender gratuitamente a quienes no le han hecho ningún mal a nadie sino todo lo contrario, quienes no pueden ni quieren responder, porque no tienen medios ni ganas ni fuerza o porque han aprendido a poner la otra mejilla, pero además resulta que los creyentes ofendidos por la revista son miles de millones de personas pacíficas en todo el mundo, mientras que a Charlie Hebdo lo compran apenas unos miles de lectores franceses, que espero también sean pacíficos.

Con todo el respeto por sus pensamientos, los de su vecino y de los periodistas de todo el mundo que se sienten Charlie, decididamente no soy ni quiero ser Charlie. Je suis Charlie es una pésima idea para ahondar la grieta que explotarán los integristas, sobre todo los que medrarán en la política en un país maravilloso en el que hoy conviven millones de uno y otro lado, pero también algunos fanáticos dispuestos a matar mosquitos con bombas atómicas solo porque piensan distinto.


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