lunes, 30 de octubre de 2023

Declaracionismo o periodismo

El partido de ayer entre los dos Olympique, el de Lyon y el de Marsella, no se jugó por los desmanes de los hinchas marselleses que atacaron el ómnibus del Lyonnais. Le Figaro Sport titula con la declaración tonta y vaga, por X (Twitter), del alcalde de Marsella y lo ilustra con la foto del ómnibus en el que no se va nada más que alguien adentro, lejano y de espaldas. L'Équipe, en cambio, hace periodismo. Titula Asco y vergüenza y publica la foto de la cara de Fabio Grosso, el entrenador del Lyonnais, lastimado por el ataque.

jueves, 19 de octubre de 2023

Brutal

The New European, 19 de octubre de 2023

TNE de hoy publica la Lista de mierda 2023: 50 personas de las que el Reino Unido debiera prescindir definitivamente. Solo los británicos con capaces de ser tan brutales, pero tomar partido también para señalar lo malo es una buena actitud del periodismo. Y además una agenda sensacional para una revista.

miércoles, 18 de octubre de 2023

Tres portadas

La Libre Belgique, 18 de octubre de 2023

Dagens Nyheter, 18 de octubre de 2023

Evening Standard, 12 de octubre de 2023

sábado, 7 de octubre de 2023

Otra vez el periodismo de siempre

Con el permiso presunto del autor y de La Nación que lo publicó en su edición de hoy, subo este capítulo de Collision of Power. Trump, Bezos and The Washington Post, de Martin Baron, que la editorial La Esfera de los Libros publicará en castellano.

El Post en la era Trump
El valor del periodismo frente al poder
No debería haberme sorprendido, pero me sigue maravillando lo fácil que fue meterse en la piel de Donald Trump y sus aliados. En febrero de 2019, ya llevaba seis años como editor ejecutivo de The Washington Post. Ese mes, durante la transmisión del Super Bowl, el diario emitió un anuncio de un minuto con la voz en off de Tom Hanks en defensa de la libertad de prensa, en homenaje a los periodistas capturados y asesinados, y que cerraba con el logo del Post y el mensaje “La democracia muere en oscuridad”. El anuncio destacaba el trabajo sólido y a menudo valiente que realizan los periodistas del Post y de otros medios –incluido Bret Baier, de Fox News– porque nuestra intención era remarcar que no era algo que nos afectara solo a nosotros y que el anuncio no era una declaración política.

“Alguien reúne los hechos para contarles la información, sin importar el costo que tenga que pagar”, decía Hanks. “Porque saber nos empodera. Saber nos ayuda a decidir. Saber nos hace libres.”

Pero para el clan Trump, hasta esa idea simple y fundamental de la democracia fue demasiado. El hijo del presidente, Donald Trump Jr., no pudo contenerse. “¿Sabes que tendrían que hacer los periodistas para ahorrarse millones de dólares en un comercial de #superbowl para ganar una credibilidad inmerecida?”, tuiteó con la típica beligerancia de esa red social. “¿Qué tal si comunican la información y dejan de transmitir sus tonterías izquierdistas?”

Dos años antes –a un mes de la asunción de Trump– el Post había puesto “La democracia muere en la oscuridad” debajo del nombre del diario en la edición impresa, así como en la parte superior de su sitio web y en todos sus productos.

Tal como lo imaginó el dueño del periódico, Jeff Bezos, no se trataba de un eslogan sino una “declaración de nuestra misión”. Y no se trataba de Trump, aunque sus aliados así lo creyeron. El Post venía trabajando en una declaración de misión desde dos años antes de la asunción de Trump: que haya surgido en ese momento simplemente es testimonio del complejo y tortuoso camino hasta encontrar algo suficientemente memorable y significativo como para contar con la aprobación de Bezos.

Bezos, fundador y ahora presidente ejecutivo de Amazon, había adquirido The Washington Post en 2013. A principios de 2015, había expresado su deseo de que el diario tuviera una consigna que resumiera su misión y su propósito: una frase que transmitiera una idea, no un producto, que quedara bien impresa en una remera, que fuera un reclamo exclusivamente nuestro, dado nuestro legado y nuestra sede en la capital de Estados Unidos, y que a la vez fuese aspiracional y disruptivo. “No de un periódico al que quiero suscribirme”, como dijo Bezos, sino más bien “una idea que quiero que me represente”. Y esa idea era: Amamos a este país y por eso le pedimos que rinda cuentas.

Encontrar una frase adecuada no es poca cosa. Y Bezos no se limitó a ser un observador distante. “En este tema me gustaría ser parte de todo el proceso de elaboración, y no se preocupen de si es o no un buen uso de mi tiempo”, dijo Bezos. “Simplemente creo que vamos a tener que apelar a nuestra intuición y nuestro instinto”. E insistió en que las palabras elegidas debían reconocer nuestra “misión histórica”, no una nueva. “No hay que tenerle miedo a la palabra democracia”, dijo Bezos, “porque es lo que hace que el Post sea único”.

Se armaron equipos de trabajo y fueron meses y meses de reuniones. Todo era frustración. Contratamos a consultores externos, pero fue en vano. (“Típico”, dijo Bezos). La desesperación llevó a una larga lista de opciones, y a aventurarse hasta el absurdo. La lista de ideas superaba el millar: “Sesgados por la verdad”, “Saber”, “El derecho a saber”, “Tu derecho a saber”, “Periodismo imparable”, “El poder es tuyo”, “La búsqueda incesante de la verdad”, “Los hechos importan”, “La democracia importa”, “Con el foco en la democracia”, “Una luz para la nación”, “La democracia vive a plena luz”, “La democracia exige trabajo. Haremos nuestra parte”, “Las noticias que la democracia necesita”, y la lista sigue…

En septiembre de 2016, Bezos ya estaba impaciente y metió presión para zanjar la cuestión. Teníamos que decidirnos por algo. Bezos se reunión con nueve ejecutivos del Post en una sala privada del Four Seasons de Georgetown para alcanzar finalmente la meta. Debido a la apretada agenda de Bezos, teníamos apenas media hora, a partir de las 7.45 de la mañana. Sobre la mesa quedaba un puñado de opciones: “Una luz brillante para un pueblo libre”, “La historia debe ser contada” (recordando las inspiradoras palabras del fallecido fotógrafo Michel du Cille), “Desafiar e informar”, “Por un mundo que exige saber”, “Para los que exigen saber”. Ninguna pasó la prueba.

Al final nos decidimos por “Un pueblo libre exige saber”. La decisión duró poco, y por suerte. Esa misma noche, Bezos envió un correo electrónico del estilo “no es lo que uno esperaría”, según sus propias palabras. Había consultado nuestra elección consensuada con su entonces esposa, la novelista MacKenzie Scott, y con “mi redactora personal”, y ambas la habían bochado. “Frankenslogan” fue la palabra que usaron.

A esa altura, necesitábamos que Bezos tomara una decisión unilateral, y finalmente lo hizo. “Vayamos con ‘La democracia muere en la oscuridad’,”, decretó. La frase había estado en nuestra lista desde el principio y Bezos ya la había usado anteriormente para referirse a la misión del Post. De hecho, él mismo la había oído de boca de una leyenda del Post, Bob Woodward. Era una variación de una frase de un fallo de 2002 del juez del tribunal federal de apelaciones Damon J. Keith, quien escribió que “las democracias mueren a puertas cerradas”.

“La democracia muere en la oscuridad” hizo su debut, sin previo aviso, a mediados de febrero de 2017. Y nunca habíamos visto un eslogan –perdón, una declaración de misión– que provocara semejante reacción. Incluso llamó la atención del People’s Daily de China, que tuiteó: “ ‘La democracia muere en la oscuridad’ @washingtonpost pone un nuevo eslogan el mismo día que @realDonaldTrump califica a los medios de comunicación de ’enemigos de los norteamericanos’.” El diccionario online Merriam-Webster registró un repentino aumento en las búsquedas de la palabra democracia. El presentador del programa “Late Show”, Stephen Colbert, bromeó diciendo que algunas de las frases rechazadas incluían “No, cerrá la boca” y “Volteamos a Nixon, ¿quién quiere ser el próximo?” Los comentaristas de Twitter destacaron la “nueva onda gótica” del Post. El crítico de medios Jack Shafer tuiteó algunos de sus propios “lemas rechazados por el Washington Post”, entre ellos “Solo hablamos de nosotros mismos” y “Sin protector solar, la democracia se quema con el sol”.

Bezos estaba encantado: su ansiada declaración de misión concitaba creciente atención. “Ser blanco de sátiras es una buena señal”, dijo un par de semanas después. Mucho peor habría sido un encogimiento de hombros colectivo. Al igual que otros integrantes del Post, yo había cuestionado que todo nuestro trabajo quedara asociado con las palabras “muerte” y “oscuridad”. Sin embargo, en lo único que podía pensar en ese momento era en la Plegaria de la Serenidad: “Dios, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar”.

Pero los lectores adoptaron la frase y la hicieron suya, porque la sintieron perfecta para la era Trump, aunque esa no había sido la intención.

Sentados alrededor de la mesa de comedor del Salón Azul de la Casa Blanca debíamos parecer un grupo extraño: Bezos, siempre reconocible por su cabeza calva, su baja estatura, su risa estridente y su radiante intensidad; Fred Ryan, el editor del Post, veterano de la administración Reagan de brillante sonrisa; el editor de la página editorial, Fred Hiatt, con 36 años en el Post y excorresponsal extranjero con una mirada seria y litetaria; y yo, con mi barba gris recortada y una actitud que invariablemente era descrita como “severa y taciturna”.

Cinco meses después de la toma de posesión del cargo, el presidente Trump respondió a una solicitud de reunión de nuestro editor y nos invitó a cenar. Nos acompañaron la primera dama, Melania Trump, y el yerno y principal asesor de Trump, Jared Kushner. Por pura coincidencia, a las 7 PM en punto, justo cuando nos estábamos sentando a la mesa, el Post publicó la noticia de que el fiscal especial Robert Mueller estaba investigando los negocios de Kushner en Rusia, como parte de su investigación más amplia sobre la interferencia de ese país en las elecciones de 2016. La noticia era continuación de otro informe del Post que revelaba que Kushner se había reunido en secreto con el embajador ruso, Sergey Kislyak, a quien le había propuesto que se cubriera un puesto diplomático ruso con alguien que fungiera como línea de comunicación segura entre los funcionarios de Trump y el Kremlin. El Post también informó que más tarde Kushner se había reunido con Sergey Gorkov, director de un banco de desarrollo de propiedad rusa.

Hope Hicks, una joven asistente de Trump, le entregó su teléfono a Kushner. La alerta de noticias del Post acababa de ser emitida y estaba llegando a millones de dispositivos móviles, incluido el de Hicks. “Muy shakesperiano: cenando con el enemigo”, le susurró a Kushner. Hiatt, que había escuchado, le susurró: “No somos tus enemigos”.

Entre el soufflé de queso, el lenguado de Dover asado y la tarta de chocolate, Trump se jactaba de su victoria electoral, se burlaba de sus rivales y hasta de personas de su propia órbita, fanfarroneaba de logros imaginarios, calculaba cómo podría ganar una vez más otros cuatro años en la Casa Blanca, y describía a The Washington Post como el peor de todos los medios de comunicación, con The New York Times justo detrás de nosotros, al menos en su ranking de ese momento.

Trump, su familia y su equipo habían incluido al Post en su lista de enemigos y nada haría cambiarlos de opinión. No habíamos sido ni serviles ni aduladores con Trump, ni pensábamos serlo. Nuestro trabajo consistía en informar duramente sobre el presidente y hacer que su administración, como todas las demás, rindiera cuentas de su gestión. En la mente del presidente y de quienes lo rodeaban, eso nos transformaba en opositores.

Trump fue incluso más allá, por beneficio político: no éramos solo su enemigo, sino enemigos del país. Según él, éramos traidores. Menos de un mes después de asumir, había denunciado a la prensa como “enemiga del pueblo estadounidense” a través de Twitter. Era un eco siniestro de la frase “enemigo del pueblo”, invocada por Joseph Stalin, Mao y el propagandista de Hitler, Joseph Goebbels, y utilizada para justificar la represión y el asesinato. Pero a Trump no le importaba en absoluto que ese lenguaje incendiario pudiera incitar ataques físicos a periodistas.

Cada vez que me preguntaban sobre la retórica de Trump, mi respuesta era directa: “No estamos en guerra con el gobierno, estamos trabajando”. Pero estaba claro que para Trump todos los sentados a esa mesa éramos sus enemigos, especialmente Bezos, porque era el dueño del Post y, en la mente de Trump, era quien movía los hilos o podía moverlos si así lo deseaba.

Por momentos, sin embargo, Trump también intentó mostrarse encantador. Era un encanto superficial, sin calidez ni autenticidad. Hablaba él, casi todo el tiempo. Nosotros apenas metimos bocadillo, y yo dije lo mínimo, por incomodidad de estar ahí y para evitar cualquier confrontación por nuestra cobertura de su gobierno. Entendí de inmediato que cualquier cosa que dijera podía desatar su furia.

Soltó una parrafada con una larga lista de enemigos y desaires percibidos: el director ejecutivo de Macy’s era un “cobarde” por retirar productos de Trump de los estantes de sus locales en repudio a los comentarios de Trump, que calificaba a los inmigrantes mexicanos como violadores. Trump tenía mejores relaciones con los líderes extranjeros que el expresidente Barack Obama, “que era un vago y nunca los llamaba”. Obama había dejado desastres en todo el mundo para que él los resolviera. Obama había titubeado a la hora de darle luz verde a los militares para matar gente en Afganistán: él les había dicho que lo hicieran y punto, y que se dejaran de pedir permiso. Mueller, el fiscal general Jeff Sessions, el director despedido del FBI, James Comey, y el subdirector del FBI, Andrew McCabe, también recibieron una lluvia de críticas, por razones que recién ahora conocemos.

Dos cosas me quedaron de esa cena con Trump. Primero, que Trump gobernaría básicamente para retener el apoyo de su base electoral. Una vez sentados a la mesa, sacó una hoja de papel del bolsillo con la cifra “47%” encima de su foto. “Esta es la última encuesta de Rasmussen. Con esto me alcanza para volver a ganar”. El mensaje era claro: con ese nivel de apoyo en los estados clave, era suficiente para asegurarse un segundo mandato. Y lo que pensaran de él los demás votantes, no tendría la menor relevancia.

En segundo lugar, su lista de agravios parecía ilimitada. A la cabeza de todos estaban los agravios de la prensa, con el Post en primer lugar. Durante la cena, se burló de nuestro informe sobre el fiscal especial y su yerno, sugiriendo incorrectamente que el fiscal le imputaba un supuesto lavado de dinero. “Es un buen chico”, dijo de Kushner, que estaba sentado ahí mismo en la mesa. Pero el Post era de lo peor, y no se cansaba de repetirlo. Lo tratábamos injustamente. Y cada vez que lo decía, me codeaba en el hombro derecho.

Varias veces durante esa cena, Trump mencionó que Melania era una gran compradora a través de Amazon, al punto que Bezos lanzó una broma: “Considéreme su representante personal de servicio al cliente”, le dijo a la entonces primera dama. La preocupación de Trump, por supuesto, no eran los tiempos de entrega de Amazon: quería que Bezos lo librara de la cobertura del Post.

El embate se aceleró al día siguiente. Kushner llamó a Fred Ryan por la mañana para saber si la habíamos pasado bien. Ryan agradeció la hospitalidad y la generosidad con su tiempo, y a continuación Kushner le preguntó si la cobertura del Post mejoraría en consonancia. Ryan lo rechazó diplomáticamente, recordándole que no debía haber expectativas sobre la cobertura de los medios. “No es una perilla que podamos girar para un lado o para el otro”, le dijo Ryan.

Pero a las ocho de la mañana el propio Trump había llamado a Bezos a su celular personal para pedirle que el Post fuera “más justo conmigo”. Le dijo: “No sé si estás involucrado en las decisiones de la sala de redacción, pero hasta cierto punto seguramente es así”. Bezos le respondió que no, y a continuación pronunció una frase que había estado dispuesto a decir en la propia cena, si Trump hubiera apelado a él en ese momento: “Sería realmente inapropiado... De hacerlo, me sentiría muy mal por el resto de mi vida”. La llamada terminó sin “bullying” sobre Amazon, pero abriendo la puerta para que Bezos pidiera el favor que necesitara. “Si hay algo que pueda hacer por usted…”, le dijo Trump.

Tres días después, comenzó el acoso. Los líderes del sector tecnológico se reunieron en la Casa Blanca para una reunión del Consejo Tecnológico de Estados Unidos, creado por decreto presidencial un mes antes. Allí, Trump apartó por un momento a Bezos para quejarse amargamente por la cobertura del Post. Aparentemente, le dijo, la cena habían sido dos horas y media desperdiciadas.

Más adelante ese mismo año, cuatro días después de Navidad, Trump reclamó por Twitter que el Servicio Postal le cobrara a Amazon “MUCHO MÁS” por las entregas de paquetes, alegando que las tarifas de Amazon eran una estafa a los contribuyentes. Al año siguiente, intentó intervenir para obstruir un contrato de Amazon de computación en la nube por valor de 10.000 millones de dólares con el Departamento de Defensa. Por no controlar la cobertura del Post, quien iba a recibir el castigo era Bezos.

Y cuando se presentó una denuncia judicial antimonopolio contra Amazon, a Trump se le hacía agua la boca. En una entrevista con CNBC, el magnate de los fondos de cobertura Leon Cooperman reveló que ese verano, en una cena en la Casa Blanca, Trump le había preguntado dos veces si Amazon era un monopolio. El 24 de julio de 2017, Trump tuiteó: “¿Las noticias falsas del Washington Post se están utilizando como herramienta de presión contra el Congreso, para evitar que los políticos investiguen el monopolio libre de impuestos de Amazon?”.

Mientras Trump seguía apretando las tuercas, Bezos nos dejó en claro que no tenía la menor intención de capitular, y que en el diario no debíamos tener miedo. En marzo de 2018, cuando concluíamos una de nuestras reuniones de negocios, Bezos ofreció algunas palabras de despedida: “Es posible que hayan notado que Trump sigue tuiteando sobre nosotros”. El comentario fue respondido con silencio. “¡O tal vez no lo hayan notado!”, bromeó Bezos. Quería reforzar una declaración pública que yo había hecho públicamente antes. “No estamos en guerra con ellos”, dijo Bezos. “Puede ser que ellos estén en guerra con nosotros. Sólo tenemos que hacer nuestro trabajo”. En julio de ese año, volvió a hablar espontáneamente en una reunión de negocios. “No se preocupen por mí”, dijo. “Simplemente hagan su trabajo. Y les cubro las espaldas.”

La gran ventaja de Bezos al ser propietario del diario era que tenía la vista puesta en el horizonte a largo plazo. Y como era dueño del 100 por ciento de la empresa, no necesitaba consultar con nadie. Todo lo que gastaba salía directamente de su cuenta bancaria.

En mis interacciones con él, Bezos mostró integridad y agallas. Entendió intuitivamente desde un principio que una brújula ética del Post sería inseparable de su éxito empresarial. Había muchas cosas sobre Bezos y Amazon que el Post tenía que cubrir e investigar sin miramientos, como el creciente poder de mercado de su empresa, sus prácticas laborales de mano dura y las implicancias para la privacidad de las personas de su insaciable recopilación de datos. También se anunció que Bezos y MacKenzie Scott buscaban el divorcio, seguido inmediatamente por un explosivo informe en el National Enquirer que revelaba que Bezos había estado involucrado en una larga relación extramatrimonial con Lauren Sánchez, exreportera de televisión y presentadora de noticias. Estábamos decididos a cumplir con nuestras obligaciones periodísticas con total independencia y así lo hicimos, sin restricciones ni condicionamientos.

Desarrollé un verdadero aprecio por el dueño del Post como ser humano, y descubrí que es un personaje mucho más complejo, reflexivo y agradable de lo que suele pintarse. Hablar con él resulta sorprendentemente fácil: alcanza con bloquear cualquier pensamiento sobre su patrimonio neto. Nuestras reuniones se llevaban a cabo cada dos semanas, por teleconferencia y rara vez en persona.

En su charla, Bezos podía ser ingenioso y autocrítico –“Nada me hace sentir más tonto que una caricatura mía en el New Yorker–, reír con facilidad y plantear preguntas incisivas. Cuando un empleado del Post le preguntó si se uniría a la tripulación de su compañía espacial, Blue Origin, en uno de sus primeros lanzamientos, le respondió que no estaba seguro. “¿Por qué no esperás un poco a ver cómo salen las cosas?”, le aconsejé. “Es lo más amable que hayas dicho sobre mí”, me respondió.

“No estamos en guerra con el gobierno. Estamos trabajando.” Cuando hice ese comentario, muchos colegas periodistas abrazaron con entusiasmo la idea de que no deberíamos considerarnos guerreros sino simple profesionales que cumplimos con nuestro trabajo de mantener informado al público. Otros consideraron que esa postura era ingenua: cuando la verdad y la democracia están bajo ataque, la única respuesta adecuada es ser más feroces y descaradamente belicosos. Un crítico externo llegó incluso a calificar mi declaración de “atrocidad” cuando, después de mi retiro, Fred Ryan, el editor del Post, hizo colgar mi cita en la pared de la sala de redacción.

Creo que los periodistas responsables deben guiarse por principios fundamentales. Entre ellos, el deber de apoyar y defender la democracia. Los ciudadanos tienen derecho al autogobierno. Sin democracia no hay prensa independiente y sin prensa independiente no hay democracia. Los periodistas tenemos que trabajar duro y honestamente para descubrir la verdad y decirle al público lo que sabemos. Deberíamos apoyar el derecho de todos los ciudadanos a participar en el proceso electoral sin impedimentos, respaldar la libertad de expresión y comprender que el debate encendido sobre políticas públicas es esencial para la democracia. Deberíamos defender un trato equitativo para todos, de acuerdo a la ley y también por obligación moral, y que todos tengan abundantes oportunidades de lograr lo que esperan para ellos y sus familias. Debemos especial atención a los menos afortunados de nuestra sociedad y tenemos que darles voz a todos aquellos que de otro modo serían silenciados. Debemos oponernos a la intolerancia y el odio, y oponernos a la violencia, la represión y el abuso de poder.

También creo que la mejor manera de honrar esos ideales es que los periodistas adhieran a los principios profesionales tradicionales. La prensa no se hace ningún favor a sí misma ni a nuestra democracia si abandona sus históricos estándares fundamentales. Ya hemos pisoteado demasiadas normas del discurso cívico. Hoy, para poder exigirle al poder que rinda cuentas, tendremos que mantener estándares que demuestren que estamos practicando nuestro oficio de manera honorable, exhaustiva y justa, con una mente abierta y con reverencia por los hechos, por encima de nuestras propias opiniones. En resumen, deberíamos practicar un periodismo objetivo.

domingo, 1 de octubre de 2023

Mario Tascón (1963-2023)

En diciembre de 1988 se nos ocurrió iniciar desde Pamplona un grupo de usuarios de Macintosh en prensa. Pero no fue en Pamplona sino en un hotel de Sevilla donde coincidimos Juan Antonio Giner y yo, que viajamos desde Pamplona, y algunos editores, todos invitados por la gente de Apple España. Ahora no recuerdo si estaba Mario en aquella reunión y si fue allí donde nos conocimos. Las Mac eran mágicas por el efecto WYSIWYG (what you see is what yo get) y estaban cambiando todo el proceso de preprensa en los periódicos, pero nadie sabía muy bien cómo funcionaba y para colmo tenían muchos problemas, generalmente como consecuencia de lo poco que sabíamos de esas máquinas. Al final, el Grupo de Usuarios de Macintosh en Prensa resultó más una reunión de autodefensa que una de intercambio de experiencias entre periódicos.

Mario era un chico de Ponferrada que manejaba como un mago aquellas Macintosh que eran unas cajas cerradas, a veces sin memoria, que habíamos empezado a desentrañar en la Facultad de Ciencias de la Información –como se llamaba entonces– de la Universidad de Navarra. Cómo llegó a Pamplona la primera vez, no me acuerdo. Solo que vivía de Ponferrada y hablaba como hablan los del Bierzo: muy seguido decía que algo era una virguería para decir que era genial. La segunda vez vino en su coche y lo dejó en Pamplona porque seguimos en otro con Juan Antonio Giner y no recuerdo si alguien más: íbamos a una reunión en Barcelona y no nos dimos cuenta de que era justo el 11 de septiembre de 1989: la Diada. Tardamos tanto en llegar por la carretera colapsada por el feriado que decidimos parar en un restaurante del camino, de esos que cruzan la autopista como un puente, y esperar a que se desagote, ya entrada la noche.

Yo trabajaba en la revista Nuestro Tiempo y en el área de Proyectos de la Facultad, donde fungía de Ayudante en las clases de Juan Antonio, pero pasaba gran parte del tiempo tratando de desentrañar aquellas Macintosh que nos deslumbraban. Leía y releía los manuales, cosa que poca gente hacía, para exprimirlas. Con el tiempo fuimos consiguiendo los modelos que siguieron a aquellas primeras PC, que se volvieron excepcionales para lo que fue la otra revolución que causaron el la prensa: la infografía. Junto con los primeros programas de diagramación como el PageMaker, apareció el MacDraw que permitía dibujar las noticias. La infografía es tan antigua como la prensa, pero la facilidad que daban las Mac fue lo que provocó esa revolución en la que Mario se convirtió en una de las figuras destacadas en la prensa española.

En la Facultad, con la ayuda inestimable de un grupo de alumnos, lanzamos los primeros seminarios de diseño de periódicos. Decía Juan Antonio que el diseño de periódicos era la llave para entrar en todo el periódico. Así se fundó el Capítulo Español de la Society of Newspaper Design. Además de los talleres de Pamplona se organizaba todos los años un viaje de diseñadores españoles a la convención anual de la SND en los Estados Unidos.

Cuando un grupo de periodistas liderado por Pedro J. Ramírez fundó el periódico El Mundo en Madrid, fue Juan Carlos Laviana quien nos pidió alguien para trabajar en la documentación gráfica de las noticias y allí se fue Mario desde su Ponferrada natal.

Nos seguimos viendo en distintas ocasiones. Junto con Tomás Ondarra, que entonces estaba el El Correo de Bilbao, Jaime Serra, en El Periódico de Barcelona, y Pablo Ramírez Bañares, en Marca y otros medios del Grupo Recoletos de Madrid, formábamos un grupo de curiosos del arte de dibujar las noticias, pero sobre todo del uso de las Macintosh para hacerlo. Con el tiempo, Jaime trabajaría doce años para el diario Clarín de Buenos Aires y Tomás creo que fueron cinco en La Nación, también de Buenos Aires, así que hubo una época que con ellos nos vimos un poco más. Pablo siguió en el Grupo Recoletos y luego por su cuenta, hasta que murió en junio de 2021 de un cáncer fulminante. Con él me veía todos los años en su casa de Madrid y también coincidimos varios años en Guayaquil, donde trabajamos para El Universo.

Fernando Rubio (ABC), Mario Tascón, Pablo Ramírez Bañares, Joan María Piqué (Universidad de Navarra), Tomás Ondarra y Carlos Mutto (AFP) en 1997.

Salvo alguna rara ausencia, todos coincidíamos, también con otros colegas/amigos, una vez al año en la convención anual de la SND en alguna ciudad de Estados Unidos. Allí llegamos a presentar ponencias, pero sobre todo a pasarlo bien con el circo de los españoles y algunos sudamericanos colados en la turma. El otro evento en el que coincidíamos casi todos era en los premios Malofiej de Infografía que se celebran todos los años en Pamplona desde 1993; el algunos casos fuimos jurados, en otros profesores del taller de infografía llamado Show Don't Tell, que nacieron de la inagotable capacidad de Juan Antonio Giner para inventar estas cosas.

La historia por ese lado puede ser larga, pero nos desviaríamos del propósito de estos recuerdos de Mario Tascón.

Tengo en la memoria dos episodios que involucran a Mario y su trabajo. Del primero no sé todavía si me arrepiento, porque puede parecer negativo, pero creo que, entonces debía honrar la verdad y ahora también. Fue en unos premios de los que yo era jurado y Mario había presentado un trabajo muy bueno sobre las corridas de toros. Era en parte ilustración y en parte infografía, pero no tenía nada de noticia: simplemente mostraba como en una enciclopedia la lidia y cada uno de los tercios, con siluetas de toreros y toros muy bien dibujados y explicados, pero yo estaba seguro de haber visto esos mismos dibujos y esas ilustraciones en un póster colgado en la vidriera de una tienda de Las Ventas, en Madrid, por la que había pasado días antes. Dije entonces en la jura que creía que ese trabajo era plagio, pero cuando Nigel Holmes me miró fijamente, como diciendo ¿estás seguro?, le quité el pie de encima. Creo que fue la razón por la que no le dimos el Best of the Show.

Mario Tascón, Carmen Riera y Gonzalo Peltzer en 2002 

La segunda anécdota que recuerdo bien ocurrió el 17 de marzo de 1992 en Buenos Aires. A las 14.45 de ese día explotó una potentísima bomba en la Embajada de Israel que mató a 22 personas e hirió a 242. Mario estaba trabajando esos días en el diario La Nación, como parte de la consultoría que realizaba Innovation (otro invento de Giner) en ese antiguo y clásico diario argentino. 
A esa hora Mario estaba en el sexto piso, donde quedaba el comedor del diario, entonces en la calle Bouchard entre Lavalle y Tucumán. Desde allí se oyó la explosión, como desde gran parte de Buenos Aires, pero sobre todo se vio la columna de humo negro y denso que subía desde el barrio de Retiro. Asomados a la ventana, varios periodistas más o menos veteranos aventuraban lo que habría pasado: eso no es una bomba, dijo alguno con cierta autoridad por sus coberturas policiales o de guerra, y dio argumentos. Otros se jugaron con otras posibilidades y volvieron a sus mesas, todos menos Mario que salió corriendo hacia la columna de humo para saber qué había pasado. Ya decía Miguel Urabayen que cuando la muchedumbre escapa despavorida de algo, siempre hay alguien que va a contracorriente; es el periodista que quiere saber por qué escapan.

La última vez que vi a Mario fue con ocasión de una de esas reuniones en Pamplona, en el año 2002, cuando yo andaba medio exiliado en esa ciudad, amparado por Toni Piqué y la Facultad. Mario estaba desayunando con su madre en el bar del Baluarte, el nuevo y modernísimo Palacio de Congresos y Auditorio de Navarra al que yo había entrado para conocerlo y me los topé por casualidad. Me uní a desayunar con ellos y con María Moya, que llegó poco después.

Después vino el volcán, pero con eso no tuve nada que ver.

Mario murió el viernes pasado, día 29 de septiembre, en el Hospital Argerich de Buenos Aires. Había llegado el 25 gracias a Telecom, que lo traía para unas conferencias. Además pagaba su participación en la Asamblea General de ADEPA en San Juan, donde me habría gustado verlo, pero estaba en Posadas y había decidido no asistir antes de saber que vendría. Por un llamado de Tomás me enteré de su internación con un ACV grave. El mismo día de su muerte había participado por Zoom desde Buenos Aires en la Cumbre Global sobre Desinformación. No se sitió bien después de almorzar en un restaurante de Puerto Madero, de allí al hotel y del hotel al Hospital Argerich, desde donde ya no salió vivo. Su mujer, María Moya, y su hija Sofía, estaban viajando a Buenos Aires desde Madrid, donde se embarcaron apenas conocer la gravedad del cuadro.

La foto de abajo debe ser una de las últimas, si no la última, de Mario en plena presentación el 27 de septiembre en Buenos Aires. La subió él mismo a su cuenta de X.