lunes, 26 de febrero de 2018

Gay Talese y la dictadura de los moralistas

La Razón (Madrid) de hoy publica esta entrevista a Gay Talese de Julio Valdeón, realizada con motivo de la presentación en Madrid de la reedición de El Puente, su viejo libro sobre la construcción del puente Verrazano de Nueva York.
«El clima general me recuerda al ''macartismo''»

Charla sin miedo, pero a sabiendas de que cada palabra que diga se va analizar con lupa. «Incluso sin hablar», dice. Es lo que considera uno de los lastres de hoy
 
Gay Talese recibe en el bar del Plaza. Presenta El puente (Alfaguara). Un libro de hace medio siglo que vuelve a editarse. Un libro luminoso y preciso. «Quería contar la historia de la gente que construyó el puente Verrazano», rememora, «gente que de otra forma es anónima. Los hombres que levantaron los puentes, los rascacielos, que excavaron los grandes túneles, nadie los recuerda»

–Nadie recuerda los nombres de los constructores de las pirámides...
–Trabajé para el New York Times, como periodista, desde 1956 hasta 1965. En 1958 me enviaron a cubrir unas protestas en Brooklyn, la gente se manifestaba contra la idea de ese puente estúpido, que destruiría el barrio. Tenían que construir una carretera y tirarían cientos de casas. Y claro, pensaron, «¿Quién necesita un puente?». Y aparte de las casas destruidas, traerá más tráfico, más crimen... todos lo odiaron.

–Y entrevista a los vecinos...
–Parecía una guerra. Perderían sus hogares, su barrio. Al principio me interesaban las mudanzas. No es fácil hacerlo. Cambiar de casa. Tengo 86 años. Vivo en un apartamento aquí cerca, en la misma casa en la que vivía cuando empecé a escribir este libro... Para esa gente la experiencia fue dramática. ¿Qué hacían? ¿A dónde iban? Había un tipo con 18 niños, era complicadísimo. Otro tenía una relación con una chica, y la mudanza los separó. Recuerdo al dueño de una funeraria. Echó cuentas y con el puente perdía a cientos de clientes potenciales. ¡Se morirían para otro! Parece gracioso, pero para él era un desastre.

–Arrancan, al mismo tiempo, los trabajos en la fundación del puente.
–Exacto, durante meses, paralelos a las negociaciones y los conflictos por la destrucción del barrio, y hablo con los obreros, y uno de ellos me comenta que su padre trabajó en la construcción del puente George Washington, en 1930, y otro que el suyo lo hizo en el Golden Gate, en San Francisco. Pertenecían a algo así como una sociedad cerrada. Un mundo particular. Casi como artistas del circo. Trapecistas. Aquel era un negocio peligroso. Pero también tradicional, y familiar. Y busqué al ingeniero. Othmar Ammann. Un mito. Había proyectado todos aquellos puentes. El George Washington, el Triborough... Tantos otros. Vivía en un hotel, en el Carlyle, en la planta treinta y tantas. Tenía un telescopio con el que podía ver sus puentes. Era un hombre viejo. Le visité en el hotel. Un tipo de la vieja escuela. Así que tenía al hombre que lo había diseñado, un personaje, un Miguel Ángel de los puentes. A los constructores, los trabajadores del metal. Y a la gente que expulsaron. Y empecé a ir una vez a la semana, en los ratos libres, y así durante cuatro años.

–¿Los trabajadores del metal son los últimos de una estirpe?
–Todavía están aquí. El nieto de uno de los protagonistas del libro trabajó en el equipo que puso la antena en el nuevo World Trade Center, en la Torre de la Libertad. Mira a tu alrededor. Esta maldita ciudad. Siguen levantando rascacielos por todas partes. Por otro lado, sin duda, es gente especial. ¿Cuántos de nosotros trabajaríamos a esa altura en un día con viento, completamente expuestos? Si llueve no trabajan, pero si hay viento, sí, y tampoco importa el frío, ni el calor, y luego, en fin, lo que hacen permanece, sigue ahí durante generaciones...

–No perdió el contacto con ellos.
–Intento no abandonar nunca las historias. Sigo viéndome con los protagonistas de algunos de mis libros durante años. A veces hablábamos de los trabajos que hicieron después del Verrazano. Algunos estuvieron en las Torres Gemelas. Por cierto, cuando el WTC cayó a consecuencia de los atentados no les sorprendió. Les parecía una basura. Estaba casi vacío por dentro. Para optimizar los beneficios y el espacio. Así que no les sorprendió en absoluto que se derrumbara. Más tarde, sus nietos estuvieron en el rascacielos que ha sustituido a las Torres, del que sí están orgullosos. Es muchísimo más seguro y robusto.

–¿Sería posible escribir un reportaje así hoy, dedicarle tanto tiempo?
–Difícil, aunque, por otro lado... A veces me invitan a hablar en las universidades. Estuve en Harvard la semana pasada. Escuchas quejas y, bueno, el nuestro siempre fue un oficio duro, pero no estamos en la cárcel. No construimos puentes. No somos deportistas que entrenan para un juegos olímpicos, expuestos a que una lesión te retire antes de llegar. ¿Tiene problemas el periodismo? Claro, y uno de los más importantes es que los futuros periodistas solo se relacionan con otros iguales a ellos. Solo quieren estar con gente bien instruida, lo que han conocido desde que nacieron, y claro, así es difícil.

–¿Era distinto antes?
–Había cosas distintas, sin duda. Por ejemplo, el ejército. Cuando yo tenía 20 años tenías que ir dos años. Eso te obligaba a relacionarte con gente de todo el país, de todos los extractos sociales, de todas las razas. Algunos educados. Otros no. Luego, con 23 años, estabas fuera, y al menos tenías cierta experiencia fuera de tu círculo más inmediato, de tu esfera de seguridad.

–Quizá por eso no entendieron el fenómeno Trump.
–Es que nunca se han relacionado con esa otra América. La de la gente ordinaria. Que por cierto, claro, en una conversación seguro que es menos interesante. Más aburrida. Pero es tu oficio, tu obligación. Hay que salir a la calle. Tienes que hablar con la gente. Con toda clase de gente.

–Tampoco cree que la tecnología nos haya beneficiado en exceso.
–Internet te permite escribir sin salir de tu casa, pero no hace falta que hablemos de internet. Piense por ejemplo en las grabadoras. Como esta suya. Las grabadoras llegaron en los años 60. Obligan a que las entrevistas sean una sucesión de preguntas y respuestas. La gente, en la vida real, no habla así. No dialogamos de esa manera. Todo lo que recibes con este formato son respuestas muy cuidadas. Ensayadas. Cerradas. No digamos ya si concedes varias entrevistas sobre el mismo asunto. Las perfeccionas. Aparte, la grabadora te obliga a estar en un lugar cerrado, por culpa del ruido, y yo prefiero entrevistar paseando, en la calle, con un papel y un bolígrafo en el bolsillo, y apuntar solo las cosas que me parezcan más importantes.

–Hablábamos de Trump: sus ataques contra la Prensa y el contraataque de ésta.
–Es aburrido. Todos los días lo mismo. Mire el New York Times, hay días con cinco historias sobre Trump. Y los editoriales. Y las columnas... Lo malo que es Trump. Si no estuviera, ¿de qué escribirían? Ya no leo las páginas editoriales del Times. En las televisiones es todavía peor. Trump. Trump. Solo hablan de Trump. Generalmente para machacarle. Les falta imaginación. Son incapaces de hablar de otra cosa. Y tenemos a unos cuantos periodistas que se han hecho famosos gracias a Trump.

–Y está el asunto de la corrección política.
–No sé en el resto del mundo, pero ahora mismo en América vivimos un periodo extraño. La gente tiene miedo de hablar. Si dices algo que no conviene te destruyen. Ni siquiera necesitas hablar. Basta con que alguien te nombre, con que te acusen de algo sexual, para que estés acabado. Da igual que te defiendas. Que digas que no hiciste nada. Que protestes. Te puede acusar alguien que está resentido contigo. Que te la guarda por la razón que sea. Cualquiera. Y tu empresa te despedirá. No creas que va a defenderte. Ni siquiera esperará a que la acusación se sustancie. Tienen miedo de la opinión pública, de los patrocinadores, y no quieren perder dinero.

–Mire Woody Allen y Amazon...
–La hija adoptiva le acusa, pero luego hay otro hijo que le defiende, y a ese nadie le hace caso, nadie le cree, a nadie le importa lo que diga. El clima general, no hablo solo de Allen, me recuerda al «macartismo». Ahí tiene a Tavis Smiley, el periodista de la PBS. Lo despidieron por haber mantenido relaciones con gente que trabajaba en su programa. Relaciones consentidas. Con adultos. Pero lo acusan de conducta inapropiada y lo despiden. Smiley les ha demandado.

–Usted mismo se ha visto envuelto en unos cuantos líos.
–Estaba en unos premios, hace un par de meses. Se me acerca un periodista de «Vanity Fair» y me pregunta, «¿De quién le gustaría escribir?»: «De Kevin Spacey». No sé. Me gusta escribir de gente en problemas. Me gustaría saber cómo se siente. Esa clase de caída, que nadie te ofrezca trabajo, que te borren de las películas, que todo el mundo te odie... Y añadí: «Mire, cualquiera en este salón, cualquiera, tiene algo de lo que avergonzarse, incluso el Dalai Lama, si estuviera aquí, tendría algo que ocultar». No me refería a un crimen. Si alguien es un criminal, un depredador, que lo pague. ¿Pero deslices? ¿Errores? ¿Quién no los ha cometido alguna vez? En fin, en ese momento el periodista tendría que haberme dicho que a Spacey le había acusado más de una persona. Yo no lo sabía. No había seguido la historia. Sabía que estaba en problemas, y es mi actor favorito. Pero no tenía ni idea de que había otras denuncias... Ojalá me hubiera advertido.

Y llegó el escándalo.
–Sí, mi respuesta dio la vuelta al mundo. Vivimos tiempos de ortodoxia, incluso de dictadura de los moralistas, y no puedes discutir con ellos... Hace años que David Mamet escribió «Oleanna», su obra sobre la relación entre un profesor y una alumna. Si no la conoce, búsquela. No podría estar más vigente. Se adelantó a su tiempo.

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